Una vez, en tiempos distintos a los de hoy, el destino cruzó caminos y le devolvió a Boca la sonrisa perdida. Esta es la historia del responsable.
Los noventa no fueron la mejor época para que un chico con la sangre azul y amarilla vaya al colegio. Es que si tenías compañeros fanáticos de la contra, era probable que ellos intentaran hacer que la pases mal. Como nuevos ricos, te refregaban en el rostro los títulos locales, o la Copa Libertadores de América conseguida ante un equipo colombiano en el que atajaba un arquero que le regalaba un gol increíble a Hernán Crespo, y que te hacía odiarlo. Aún así, en cada picado jugado en los recreos, los ídolos Xeneizes aparecían personificados en el Mono, Bati, Manteca o Gambetita. La falta de resultados deportivos no hundía la pasión.
Pero algo faltaba. El orgullo Bostero siempre existió, casi, como una característica genética que está encadenada a esa pasión incontrolable que tiene cada hincha Xeneize en su corazón. Pero algo faltaba. Como el sol, cuando es tapado por una nube, que no pierde su esencia, pero si su brillo. Mauricio Macri había llegado a La Boca con la promesa de reconvertir al club en un gigante. Justo como aquellas instituciones europeas que desde hace unos años rigen el mundo. Lamentablemente, sus primeros intentos no lograron su cometido. Ni Bilardo ni Veira pudieron, aún con refuerzos de calidad y de gran costo, conformar equipos que den la talla ansiada.
Para muchos el modelo a seguir era el del rival, sí, de River Plate. Es por eso que Daniel Passarella surgió como un candidato de oro para ser el próximo técnico. Cuando todo iba encaminado a esa «solución», el destino intercedió. En París, la ciudad del amor, en medio del Mundial 98, apareció un hombre con las patas chuecas, con una calvicie prominente, con el pelo canoso y un carisma encantador. Con simpleza, conocimiento, y planificación, cambió la ecuación y cambió para siempre la historia.
Llegó y se puso los pantalones de entrada. Aún sin chapa, ni el aval de los grandes medios, dejó a Caniggia fuera del club junto a sus laureles. Decidió y apostó por una dupla conformada por dos ex enemigos de La Plata. Pulió al diamante en bruto y lo convirtió en ese crack de medias bajas y cintura de torero. Convirtió a ese arquero que fue odiado por los hinchas en la Libertadores 96 que ganó River, en una muralla inexpugnable que con sus manos conquistó en dos oportunidades el continente. Como un alquimista, transformó la materia creando el oro de la niebla. Los títulos llegaron. La grandeza volvió como antes, quizás, como nunca.
Hijo de un canillita, goleador mundial, técnico exitoso, un hombre con las piernas chuecas que se impregnó del olor a Bostero y le devolvió la sonrisa perdida a un pueblo. Pero sobre todo, que logró, por su capacidad y por su humanidad, quedar en la historia y en el corazón de cada hincha de Boca.
En tiempos en los que es fácil pisotear a un mito. Felices 64 años, Carlos Bianchi, los Xeneizes le estamos eternamente agradecidos.
mabi roldan
26 abril, 2013 at 09:27
Comparto el mismo sentimiento que refleja el texto, eternamente agradecida al Señor Carlos Bianchi por devolverme la alegria y volver a Boca. Acompaño al Virrey en las buenas y en las malas…le pese a quien le pese los bosteros estamos con él.Feliz cumpleaños maestro…!!!